Nietzche decía: «Todo lo absoluto forma parte de la patología»

No existe una frontera clara entre lo sano y lo patológico. “O estoy sano o padezco una patología”: la realidad es que no hay un límite definido, porque lo patológico se va construyendo a partir de lo sano.

Hablemos de las emociones. Sabemos que estas conservan un bagaje de muchas etapas de evolución del hombre. Las emociones han ido configurándose y las hemos interiorizado a través de nuestra experiencia vital como seres humanos.

Cada emoción tiene una función específica:

El miedo, por ejemplo, tiene la función de ayudarnos a sobrevivir: nos pone en estado de alerta.

Así, el temor a los animales viene de antiguo. Su función ha sido la de ayudarnos en la supervivencia. Es ese estado de alerta el que nos salva cuando tenemos que defendernos de un  animal que nos ataca. No olvidemos que seres humanos y animales compartimos el planeta y de no haber sido por el miedo y la reacción que provoca en los hombres, estos habrían podido acabar con nuestra especie ( aunque seguramente muchas especies de seres vivos se habrían salvado de nuestra acción devastadora).

El placer es otra de las emociones básicas sobre las que estructuramos nuestras reacciones.

Cuando hablamos del placer, sentimos enseguida que esta emoción tiene que ser siempre positiva, sin embargo, igual que todas las emociones, tiene su lado oscuro.

En vacaciones nos permitimos excesos de placer como gratificación tras  duros meses de trabajo y tensiones. Estos excesos de placer vacacionales son sanos; sin embargo, cuando la persona se deja arrastrar y deja de autogestionarse de forma equilibrada, el placer puede transformarse en un tormento. Cualquier exceso con el juego, el sexo, la alimentación, las compras y el de buscar la desinhibición para divertirnos con el alcohol o las drogas, puede terminar en una adicción que será una tortura, de la que tendremos que librarnos o – por el contrario, puede acabar con nosotros y con los que nos rodean.

Al sufrir una pérdida, una separación dolorosa o una situación traumática, el dolor se encarga de que podamos canalizar el sufrimiento a través de los diferentes recursos que poseemos. El llanto, la verbalización de lo que sentimos, la búsqueda de consuelo en sus diferentes formas y/o reacciones de afrontamiento, nos ayudan a recuperar nuestra vida. Nadie puede evitar que sintamos dolor después de un suceso luctuoso o traumático; hay que afrontarlo y pasar a través de él, para poder recordarlo de una forma sana  que nos ayudará a generar recursos para futuras experiencias.

El exceso de dolor, el dolor mal canalizado, nos lleva a la depresión. Ésta nos anula, nos inutiliza.

A recuperarnos del dolor también nos ayuda otra emoción básica: La rabia.

La rabia nos da fuerzas para luchar y enfrentarnos a situaciones difíciles que, de otra forma, nos resultaría más complicado abordar o, sin ella, podríamos fácilmente caer en la depresión.

La rabia tiene mala fama. En efecto, hablamos de “mal genio”, “mal humor”, calificamos de “perro rabioso” a la persona que reacciona con rabia…

Sin embargo, la rabia acude en nuestra ayuda a menudo. Nos puede ayudar cuando nos sentimos impotentes ante una injusticia o también cuando tenemos que resolver un problema. Así pues, la rabia conduce al desarrollo, nos empuja a resolver y a negociar.

Cada persona vive su cotidianidad de forma diferente y lo que es bueno para uno, puede ser vivido de forma menos positiva por el otro. La manera de percibir lo que sucede en nuestras vidas,  nos provoca una reacción emocional que da una respuesta más o menos acertada. La manera de responder y las consecuencias de esa respuesta son las que determinan si nuestras emociones generan respuestas adaptadas o, de lo contrario, salimos más perjudicados por ellas. 

 

Cuando el miedo me bloquea, genero ansiedad.

Si busco refugio en el placer, encuentro la tortura.

Hundido en mi dolor, abro la puerta a la oscuridad.

La rabia desbordada deja libre  la agresividad.

 

Lo sano puede transformarse en patológico cuando lo llevamos a lo absoluto. 

La frontera se encuentra en la capacidad de cada uno en comprenderse y permitirse el cambio, paso a paso alejándote de lo extremos para llegar al equilibrio.